1. Introducción
El sistema de Derecho procesal responde a los valores supremos constitucionales (y de convencionalidad) que definen el derecho a la jurisdicción, pero que interpretados en clave constitucional (o de convencionalidad) trasciende la garantía del debido proceso y su correlativo derecho de defensa (arts. 14 y 18, CN.) para representar algo más intenso (de mayor proyección) y que decanta en la tutela judicial efectiva2. Tanto el debido proceso como la tutela judicial efectiva encuentran su plataforma de despegue en el valor justicia, porque de nada serviría que se hubiera respetado en el proceso las garantías en su tramitación, que los jueces hubieran actuado con independencia e imparcialidad, que la decisión se hubiera emitido en un plazo razonable, si esta no es objetiva y materialmente justa3.
En este marco y desde esta perspectiva, la prueba judicial representa el motor del proceso4, pues constituye esa actividad realizada con el objeto de producir en el juzgador una determinada convicción acerca de la verosimilitud de las afirmaciones y de los hechos controvertidos5. En este sentido se muestra como la “piedra de toque” del Derecho: “… en cuanto éste, según los resultados de aquélla, quedará definitivamente reconocido y satisfecho o desestimado…”6.
Frente a relatos o explicaciones distintos de una misma realidad (situación fáctica) solo la prueba de su veracidad es lo que, en la resolución final, permitirá al juzgador formar su convicción o alcanzar un grado de convencimiento o certeza. De allí que toda actividad probatoria debe estar direccionada a la búsqueda de la verdad del caso concreto (con certeza objetiva) procurándose dilucidar la existencia o inexistencia de las circunstancias que resultaren relevantes o decisivas para la justa resolución de la causa7.
El desarrollo de esta labor no queda subordinado a lo que las partes hicieren o dejaren de hacer para su establecimiento8.
Veamos de qué manera repercute lo dicho, en la prueba de confesión y su proyección como medio probatorio.
2. Nueva oralidad y prueba de confesión
La oralidad en su esquema actual (nueva oralidad) deja de responder a ese tradicional modelo implementado para los procesos de instancia única (v. gr.: el proceso laboral en la provincia de Córdoba) para adaptarse al fenómeno de la constitucionalidad del derecho (y convencionalidad) de la cual el Derecho procesal no es ajeno, y en cuyo norte aparece consolidado el debido proceso a la par de la tutela judicial efectiva, como derecho fundamental.
En este contexto, importa (la oralidad) la necesaria atenuación del principio dispositivo9 (pero no su abrogación) pues si bien el inicio y la disponibilidad de lo pretendido (derecho sustancial) como la alegación de los hechos continúa en manos o es de injerencia privada de las partes, el rol del juzgador sobre todo en la etapa de instrucción (o probatoria) deja de ser el de mero espectador (ese sujeto procesal inerte o estático que reduce su interactuar al de controlar el desarrollo del procedimiento) para asumir un protagonismo activo, un director del proceso que coadyuve al esclarecimiento de la realidad más próxima posible de los hechos controvertidos, única manera de lograr un resultado conforme con la adecuada finalidad de la administración de justicia10. Se colige fácilmente que en este esquema, adquiera mayor trascendencia la colaboración que se les reclama (carga procesal) a las partes para lograr ese resultado justo de lo debatido.
Pues bien, frente a esta nueva realidad, qué alcance cabe otorgarle a la prueba de confesión.
Desde lo conceptual, hablar de confesión como prueba, es referir a toda declaración que una parte hace que desempeña una función dentro del proceso. El instrumento de prueba lo constituye la persona (humana o jurídica) de allí que sea personal. Se trata, ante todo, de una declaración contra sí mismo, de la verdad de los hechos afirmados por la contraria y que perjudican al que confiesa11. Y, desde esta perspectiva, la prueba de confesión consiste en el reconocimiento de la exactitud de un hecho por parte de aquel contra quien se alega, sin que ello implique dejar de considerar la declaración inversa (favorable) la que también es idónea para llevar al convencimiento del juzgador sobre la veracidad de lo sucedido12.
El grado de convicción que se le ha otorgado a la prueba de confesión encuentra base jurídica – procesal en el principio de normalidad, pues prima facie es improbable que alguien declare en su contra. Incluso, por el hecho mismo que las partes son quienes mejores conocen los hechos del litigio, como sus protagonistas directos.
Ambas afirmaciones merecen ser calibrada en su justa medida. La primera, porque no se debe prescindir que la parte interrogada puede incurrir en errores involuntarios que lo lleven a equivocar su declaración13. La segunda, atento la influencia que produce (o puede producir) el interés personal comprometido de cada una de ellas en los hechos materia del litigio, lo que la vuelve fuente de prueba menos confiable por el peligro constante de una deformación consciente (o inconsciente) de los hechos a causa del mentado14.