La Ley de Defensa de Consumidor se traduce en una normativa transversal al ordenamiento jurídico y, como tal, trajo -y trae- aparejado verdaderos problemas normativos en esquemas jurídicos que lucían predeterminados pero que, con arreglo a la normativa consumeril sumado a la hermenéutica propia con sustento en su espíritu, conducen a soluciones diametralmente opuestas.
Uno de estos problemas normativos está dirigido al tema del pagaré de consumo1. La realidad marca que en la vorágine capitalista, presente en estos tiempos, el consumidor se encuentra a una sola firma de adquirir diversos productos para uso propio o familiar. Por supuesto que esta “sola firma” está relacionada a la suscripción de un pagaré que independientemente de los exorbitantes intereses compensatorios -ocultados a partir de completar el documento en blanco en violación a los pactos preexistentes y que, de hecho, ni siquiera se le informan al consumidor- tampoco cumplen con las exigencias para las operaciones de crédito que estrictamente regla la normativa consumeril. Ello trae aparejado un irremediable sobreendeudamiento del consumidor que define el cuadro de situación.
Ahora bien, la discusión en torno al pagaré de consumo involucra ciertas aristas que evidencian una dialéctica propia entre quienes respetan los caracteres de literalidad, autonomía y abstracción del pagaré y, en su consecuencia, la prohibición de indagar en la causa de la obligación; y quienes identifican a la Ley de Defensa del Consumidor como de orden público y a partir de una interpretación pro consumidor presumen la relación de consumo a partir de indicios tales como la profesión del ejecutante y entiende nulo o inhábil el título valor. Justamente, la consideración de la normativa como de orden público impone a sus defensores la revisión oficiosa del título y, en consecuencia, el rechazo de la ejecución fundado en un título nulo o, quizás con un mayor rigor técnico, inhábil.
Quienes defienden la literalidad, autonomía y abstracción del título, entienden que el marco del juicio ejecutivo es insuficiente a los fines de indagar en la causa de la obligación. Además, desde una postura comercialista y un análisis económico del derecho sostienen harto difícil adecuar la normativa consumeril a la que rige las relaciones comerciales al punto tal que el estricto seguimiento de estas pautas afecta la efectiva y rápida circulación de bienes en el mercado.
II. Cuestiones introductorias de la Ley de Defensa del Consumidor
La relación de consumo puede ser concebida “como las múltiples relaciones de índole económica y jurídica, que se desarrollan cotidianamente y que tienen por objeto la circulación de bienes de consumo, entendiéndose por tales, aquellos que sirven a la satisfacción de necesidades, no volviéndose a ser utilizados como bienes de cambio2”.
La Ley de Defensa del Consumidor en sus primeros artículos describe a los sujetos intervinientes en la relación de consumo. Esta relación se caracteriza por ser un vínculo jurídico donde el último eslabón de la cadena de producción, fabricación, importación, distribución, comercialización e intercambio de productos, bienes y servicios sea a título gratuito u oneroso corresponde al consumidor o usuario como destinatario final, instrumentándose en resguardo y defensa de sus derechos e intereses, un sistema protectorio de orden público. Del otro polo de la contratación, se encuentra el proveedor, quien desarrolla de manera profesional, aun ocasionalmente, las actividades enunciadas. El Código Civil y Comercial de la Nación define a la relación de consumo en el mismo sentido en su art. 1092.
En el caso del pagaré de consumo, se ubica, por un lado y en el polo activo, el proveedor -prestamista, comerciante, entidad financiera, etcétera- quien ejecuta, en definitiva, la obligación instrumentada en el título; y, por otro y en el polo pasivo, el consumidor deudor que ha insertado su firma en el documento.
La naturaleza protectoria se deriva del art. 37 de la Ley, respaldada en los arts. 1094 y 1095 del CCCN, que, en definitiva, imponen que en caso de duda sobre la interpretación de las normas o del contrato prevalezca la más favorable al consumidor.
Ahora bien, circunscribir al pagaré en el marco de una relación de consumo implica aceptar que la norma consumeril es aplicable al juicio ejecutivo y, en este sentido, lleva a un debate en torno a si las numerosas exigencias sustanciales son aplicables en orden a la habilidad del título así como también otras cuestiones como, por ejemplo, la competencia, la intervención del fiscal en estos procesos, los intereses aplicables, etcétera.
En particular, el art. 36 de la Ley de Defensa del Consumidor establece que en las operaciones financieras para consumo y en las de crédito para el consumo -cuestión claramente relacionada al libramiento de pagarés de consumo- debe consignarse de modo claro al consumidor o usuario, bajo pena de nulidad: a) La descripción del bien o servicio objeto de la compra o contratación, para los casos de adquisición de bienes o servicios; b) El precio al contado, sólo para los casos de operaciones de crédito para adquisición de bienes o servicios; c) El importe a desembolsar inicialmente -de existir- y el monto financiado; d) La tasa de interés efectiva anual; e) El total de los intereses a pagar o el costo financiero total; f) El sistema de amortización del capital y cancelación de los intereses; g) La cantidad, periodicidad y monto de los pagos a realizar; y h) Los gastos extras, seguros o adicionales, si los hubiere.
Además, el precepto agrega que cuando el proveedor omitiera incluir alguno de estos datos en el documento que corresponda, el consumidor tendrá derecho a demandar la nulidad del contrato o de una o más cláusulas, pudiendo el juez integrar el contrato cuando se declare la nulidad parcial de alguna cláusula.
En definitiva, las dificultades aparecen en torno a la aplicación de tal precepto a los pagarés de consumo o, en su caso, cuáles son las consecuencias que el incumplimiento de la norma acarrea -nulidad absoluta, relativa, inhabilidad del título, etcétera-.