Habitualmente la sociedad suele aquietar la angustia existencial que le provoca la imposibilidad de predecir el futuro, mediante cualquier mecanismo ficto que le permita “controlar la realidad”, gracias al cual alcanza una sensación transitoria de seguridad. Y “controlar la realidad” es la expresión equivalente a “controlarlo todo”.
Esto mismo sucede con el lenguaje y particularmente con el lenguaje de especialidad. De un tiempo a esta parte hemos advertido en el ámbito del Derecho -particularmente del Derecho Penal- la incorporación de una serie de vocablos en idioma nacional o extranjero ya sea lenguas vivas o muertas, como así también de palabras inexistentes en nuestro léxico, con la evidente finalidad de que el texto adquiera un marcado aire de intelectualidad, por una creencia generalizada en el sentido de que cuanto más abstruso sea un enunciado, mayor prestigio proporcionará a su autor. En realidad se trata de retener el más profundo sentido de lo dicho, actitud miserable si las hay.
Lo cierto es que estos manierismos expresivos, llevaron nuestra disciplina al punto de la indescifrabilidad.
Los reclamos formulados por los estudiosos del lenguaje y del Derecho en procura de conseguir mayor claridad, accesibilidad, sociabilidad, en una palabra legibilidad de las resoluciones jurisdiccionales, son de muy antigua data y la preocupación alcanzó ribetes extra nacionales.
Desde hace varios años incontables críticas, observaciones y señalamientos recayeron sobre el lenguaje jurídico (también llamado discurso jurídico) en general y jurisdiccional en particular, tanto en el orden nacional cuanto en el extranjero. Así por ejemplo Mariana Cucatto junto a otros no menos importantes autores afirmó que “los Jueces, en tanto constructores de sentencias (Atienza, 1997, 2006; Domenech, 2002, 2003, 2004; Lara Chagoyán, 2007), deberán contemplar ciertas necesidades que los lleven a producir textos capaces de convertirse en acciones comunicativas que satisfagan su función social, esto es, sean “comunitarias”, para lo cual deberán simbolizar de un modo pertinente las acciones humanas en torno a los cuales se construye el proceso de juzgamiento, o sea, deberán saber narrarlas”1-2. En el mismo sentido se expidieron Agüero San Juan y Zambrano Tiznado al decir: “En lo relativo a las limitaciones, podemos decir que la estructura por su naturaleza discursiva (la cual omite herramientas de la lingüística, del análisis lógico-argumental y de otras disciplinas) impide construir juicios con base en evidencias textuales, por lo cual requiere ser complementada si el operador aspira a lograr un análisis profundo o denso de su contenido que pretenda revisar múltiples factores”3.
Del discurso jurídico en tanto lenguaje, destaca García Marcos comentando a Grewendorf, “se situaría en las antípodas de ese igualitarismo comunicativo que reivindican, desde el momento en que emana del poder político, en que está formulado de manera críptica, en que refleja la ideología dominante y en que, por último, sólo es accesible a un sector profesionalmente especializado. De ese modo, no vacilan en considerarlo uno de los contraejemplos más palmarios a esa comunidad ideal, extensa y uniforme en el uso de una lengua común; más aún, constituiría un exponente indiscutible de recurso lingüístico antidemocrático por excelencia. El problema que plantean es realmente arduo, en la medida en que no estamos abordando solo una actuación lingüística, sostiene el autor citado, sino uno de los ejes cardinales de la vida social. De la antidemocracia del lenguaje empleado por el aparato judicial se sigue, de manera inmediata y fulminante, agrega García Marcos, la de su ejercicio y, por consiguiente, se cuestiona seriamente uno de los grandes pilares que sostienen los sistemas democráticos y, en último término, a estos mismos. Las barreras lingüísticas que introduciría el lenguaje jurídico, por tanto, proceden de la disonancia entre su origen, una casta especializada, y su destino social, la sociedad en su conjunto. Desde el momento en que ha de servir al conjunto del cuerpo social, el sesgo tecnocrático de su origen introduce un desequilibrio que supone un ejercicio de poder desde quien lo ejerce y lo conoce” (García Marcos, 2004, p.69).
Se pronuncian también al respecto Estrella Montolío y Ana López Samaniego, al sostener que el “carácter predominantemente textual del discurso jurídico, en general, explica que dicho discurso profesional se encuentre sometido a los imperativos de claridad y concisión que la ley exige explícitamente para aquellos documentos de mayor repercusión social, entre los que se encuentran las sentencias judiciales” (Montolío – López Samaniego, 2008, p.34).
La historia internacional de la reclamación de una Justicia y una Administración que se comuniquen con claridad, afirma Montolío Durán, tiene sus orígenes en el Reino Unido y en Estados Unidos, en la década de los 70. Bajo la denominación Plain English Campaign (‘Campaña por un inglés llano’), se inició una campaña emprendida por los grupos de defensa del consumidor con el objetivo de luchar contra el inglés incomprensible empleado en el discurso burocrático y jurídico. Estos principios de simplificación se aplicaron no solo a los documentos estrictamente jurídicos, sino también (y sobre todo) a algunos formularios administrativos y documentos comerciales emitidos por bancos, compañías de seguros y empresas multinacionales. Pronto, el movimiento llegó hasta instancias gubernamentales y, así, en esa misma década, se emitieron decretos presidenciales que regulaban la necesidad de que los documentos legislativos del Registro Federal estuvieran redactados en un lenguaje claro, accesible a los ciudadanos legos en la materia (Locke 2004, entre otros). La campaña se extendió a otros países anglosajones, como Canadá y Australia, y recibió una denominación más amplia: la de ‘Movimiento por un lenguaje llano’ (Plain Language Movement)4.
En fin, son muchas las cosas dichas y muchas más las que eventualmente se dirán respecto a esta modalidad discursiva y cabe decir también que el discurso jurídico como objeto de debate se ha incorporado a la temática permanente de congresos internacionales y reuniones científicas interdisciplinarias5.
Pero cierto es que quien no escucha el ruido de la creciente -ese bramido seco que produce el golpe del agua contra las piedras-, corre el riesgo de que el río lo lleve a un aciago final.
Eso es lo que a nuestro modo de ver le ocurrió al Tribunal Superior de Justicia de Córdoba, que pudo eventualmente haber escuchado el ruido de la creciente, pero no supo o no pudo salir de la zona de riesgo.
Decimos esto porque recientemente el máximo Tribunal de la provincia, de manera intempestiva, sin mediar motivos inmediatos, claros y precisos, por Acuerdo Reglamentario n.º 1581 – Serie “A”, dispuso la creación de un Comité “de Lenguaje Claro y Lectura Fácil que asesore tanto a los órganos judiciales como a las áreas administrativas del Poder Judicial de Córdoba en temas relacionados con la clarificación del lenguaje jurídico-administrativo”, explicitando que “La finalidad del ente es promover acciones tendientes a facilitar la comprensión por parte de los justiciables de las resoluciones y demás documentos o comunicaciones generados en el desarrollo de la función judicial especialmente, cuando estos se dirijan a quienes conforman grupos vulnerables definidos en las Reglas de Brasilia, así como a la ciudadanía en general”.
La resolución en cuestión contiene características singulares, dignas de un examen parsimonioso, dado a que el conjunto de enunciados revela severas dificultades en el proceso de composición textual, esto es, aquel en el cual las ideas se vuelcan en los elementos de la lengua, tomando decisiones a nivel léxico, semántico y morfosintáctico. En otras palabras, el proceso también conocido como “textualización” debe estar guiado por un plan de escritura, que supone el reflejo de una organización jerárquica de objetivos y de información, que implica la construcción de un texto y es eso precisamente de lo que esta resolución carece.
En esta instancia debemos anticipar que los designios de la presente investigación se orientan a determinar si los objetivos declarados en el Acuerdo son fidedignos y si el ente de flamante creación, está a la altura de la responsabilidad que se le ha asignado.