Hace unos días me encontré con una vecina que es tía de un niño, que a la fecha ya es un adolescente, al que hace varios años, en el juzgado en el que trabajaba, otorgamos junto con su hermana, a un matrimonio en adopción. La señora, dijo que me tenía que contar algo que me iba a alegrar mucho. Me contó que el adolescente en cuestión acababa de terminar el secundario; que había ingresado a la universidad a estudiar la carrera de astronomía. Inmediatamente, se deshizo en alabanzas hacia mi persona, poniendo en mí prácticamente la absoluta responsabilidad acerca del feliz destino del niño y de su hermana. “Fulano y fulana están tan agradecidos con usted… bla, bla, bla”.
Es una bella metáfora que un joven que en su primera infancia “la pasó mal”; elija como vocación escrutar el cielo, mirar las estrellas y el universo. Produce una pequeña emoción de la que no hay que privarse. Sin embargo, ese encuentro casual, motivó unas reflexiones que quisiera compartir con quienes transitan diariamente el Sistema de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes.
Existe en el común de la gente, una idea mítica acerca de la figura del juez / jueza como responsable de la restauración de los derechos esenciales de los niños, niñas y adolescentes. Pero es necesario poner las cosas en su justo lugar.
Para que ese niño llegara a tener su emplazamiento, su feliz emplazamiento en una familia, ¿cuántos actores, cuántas personas de carne y hueso, sensibles, comprometidas hicieron lo suyo, prendieron su fueguito y lo mantuvieron? Veamos a modo de ejemplo: el vecino/ vecina que denunció la situación de malos tratos o abandono que sufría; la/ el docente de escuela que lo detectó y no miró para otro lado; la asistente social o psicóloga que tomó conocimiento de esa situación y actuó de inmediato; los docentes de las residencias de niños y adolescentes que convivieron con ese niño dañado, le dieron su afecto, lo escucharon, lo acompañaron en ese tránsito; los psicólogos que asumieron las terapias reparadoras de esas violencias; los miembros de las familias de acogimiento que lo albergaron en su hogar el tiempo que hizo falta dándole un trato familiar y amor como si fuera uno más de la familia de sangre; los profesionales de la interdisciplina que hicieron el seguimiento de la evolución de ese niño en su nueva situación; el empleado/a que llevaba la causa en el juzgado; el/la prosecretario y secretaria del juzgado que hizo de nexo entre quien llevaba la causa en el “llano” y quienes tomaban decisiones; el asesor o asesora de niñez que dictaminó sobre lo más conveniente para ese niño; el abogado del niño; los equipos técnicos que seleccionaron las posibles familias pretensas adoptantes y luego hicieron el seguimiento de esa relación embrionaria con el niño; el abogado que acompañó a ese grupo familiar en el proceso de guarda preadoptiva y en el proceso de adopción… y allá al final de todo… en la punta de la pirámide, el juez / jueza que dictó sentencia. Esa cadena, que morosamente he descripto, con el mayor y amoroso detalle posible, seguro, más que seguro, ha olvidado otros actores. Cada uno de ellos fue un eslabón en la cadena; una red que se fue tejiendo con el tiempo, que lo contuvo, lo protegió, lo acompañó. El valor, el peso específico de cada aporte y aquí está el punto; es cualitativamente igual, no nos confundamos.
“El juez/ la juez”, con mayúsculas no existe; es solo un eslabón más de esa cadena: es más, podría afirmarse sin temor a errar que, la punta de la pirámide es la más menesterosa de todos los elementos que la forman. Más importantes y fundantes son los primeros ladrillos que formaron su base y todos los que se fueron sumando. Esos actores silenciosos, anónimos a la hora del momento final; algunos de ellos con sueldos más que magros y en una situación laboral precaria. Solo aparece en la sentencia el nombre del juez/ la juez, solo porque es su función sentenciar, su responsabilidad y así debe ser; pero es un eslabón más; el último de la cadena del Sistema de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Lo único que amerita las mayúsculas es el “Sistema”, la cadena restaurativa, reparatoria. Esa es la más pura y estricta verdad. Y es ese Sistema el que debe sostenerse y reforzarse. Es necesario en esta hora, insistir acerca de la necesidad de que exista, persista un Sistema de Protección Integral de los derechos de la infancia y adolescencia en forma diferenciada dotado de suficientes recursos para su labor. Ello es así por el peso específico de los derechos esenciales que están en juego cuando existe una vulneración y / o amenaza de los mismos y por la trascendencia vital que tienen en la formación personal de ese niño, niña o adolescente; lo que requiere un obrar con una celeridad especial y jerarquizada. Esto lo decimos porque desde hace ya varios años todos los recursos del Estado parecen haberse destinado casi exclusivamente a la atención de la Violencia Familiar, la Violencia contra la Mujer, y la Violencia de Género. Saludamos que esa problemática cuente con los mismos para su atención. Ello a la larga beneficiará también a la niñez y adolescencia. Pero se percibe con justa razón que esa atención ha ido en desmedro de la necesaria dotación de recursos para el Sistema de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes cuyos derechos esenciales se encuentran vulnerados y amenazados y requieren de una pronta restauración y reparación.