La tan reciente1 sanción del flamante Código Civil y Comercial de la República Argentina nos ha impuesto la necesidad de comentar y discutir la influencia de sus reformas en los más diversos ámbitos de la vida cotidiana de nuestro país.
En ese marco, el presente trabajo se propone -por cierto, muy modestamente- exhibir un breve panorama del resultado de la modificación de una de las restricciones públicas al dominio privado conocida -recién hoy-2 como “Camino de Sirga” y su influencia en el derecho -colectivo- al acceso a los cursos de agua.
Más específicamente, se expondrán ciertos desvelos o dilemas que encierra el significado del mantenimiento en nuestro novedoso cuerpo normativo, de este instituto cuyo desuso es denunciado desde la misma sanción del anterior código.
Sera objeto de estas breves líneas, finalmente, aventurar la vinculación de su supervivencia con el uso ambiental que se le ha intentado asignar, a pesar incluso, de la consolidada jurisprudencia en contrario.
I. A manera de introducción: Un Código nuevo para conflictos viejos
Ciertamente entre los más preciados y requeridos bienes pertenecientes al domino público se encuentran los ríos, que involucran -según el nuevo Código- el agua, sus playas y el lecho por donde corren, delimitado por la línea de rivera que fija el promedio de las máximas crecidas ordinarias3.
Sucede, por otra parte, que las mayores extensiones de los ríos transcurren bordeando inmuebles de particulares, y que rara vez lindan con un camino público, determinando por tanto, que permanezcan encerrados entre dichas propiedades y alejados de un acceso para su disfrute por la población en general.
Así visto, ocurre al fin que el uso y goce de dichos bienes pertenecientes -por excelencia- al dominio público, como son los ríos, queda reservado mayoritariamente a quienes dispongan de una vía de acceso al mismo, es decir, quienes ostenten el dominio privado de alguna finca ribereña.
En otras palabras, queda las más de las veces -de hecho- restringido el uso de un bien eminentemente público para un goce exclusivamente privado, cuando por derecho debiera corresponder públicamente a toda la población de la nación, a quien pertenece su dominio.
En la extensa geografía argentina, dicha realidad ha suscitado diversas controversias (entre quienes desean acceder al agua y quienes desean impedirles a éstos el paso por sus privadas propiedades4), y ha motivado que números juristas buscaran entre las herramientas disponibles alguna que les permitiese sortear dicha limitación.
Es por ello que en más de una ocasión, se ha echado mano del viejo instituto que hoy analizamos, utilizándolo como válvula de escape al creciente conflicto deparado por lo que se ha llegado a llamar la “privatización de los paisajes”.
Entre esta postura, y la de quienes intentan su derogación, vamos a reseñar -brevísimamente- las posiciones actuales sobre la temática, para luego comentar la nueva regulación, e intentar finalmente aportar -a modo de interrogantes- una mirada reflexiva sobre el significado que encierra su vigencia.
II. Desde el “desuso” y la crítica del Siglo XIX, a la recuperación “ambiental” del Siglo XX
Enseña la doctrina que la restricción al dominio en cuestión (cuyo nombre prefirió omitir Vélez) tiene por origen la práctica – en total abandono- de facilitar el transporte fluvial mediante el remolque de las embarcaciones por cables tendidos desde la orilla y tirados mediante la tracción a sangre.5
Si bien fue utilizada antiguamente en algunas zonas de Europa, no tuvo ningún desarrollo local y su inclusión fue atribuida a la vigencia de una antigua reglamentación del ministro Rivadavia, que mantenía vigencia al tiempo de la sanción del viejo Código.6
Desde antiguo se levantaron airadas voces contra su implementación local, exigiéndose -sin éxito- su derogación.
Ya en 1912 el entonces Senador por La Rioja, Joaquín V. González, presentó un proyecto a tal fin, acusando de inconstitucional e injusto el mentado instituto, preguntándose “¿Cómo va a justificar el Estado la retención puramente abstracta de tierras destinadas a los usos ordinarios de la industria o del trabajo a título de un derecho que no ejercita ni puede ejercitarse…?”.7
No obstante las críticas, subsistió la mentada restricción al dominio en plena vigencia y total desuso8, hasta el momento que sus previsiones fueron vistas con posibilidades ambientales, extendiendo su razón no ya al transporte fluvial, sino para posibilitar el uso “social” de los ríos para fines diversos como la pesca o el esparcimiento.
No fueron escasas las disposiciones administrativas que se sirvieron del instituto, extendiendo sus implicancias y restricciones mucho más allá de lo previsto en el viejo Código.
A modo de ejemplo, se puede citar la ley 273 de la Provincia de Neuquén que establecía la afectación como calle o camino público a las fracciones de treinta y cinco metros de ancho desde la línea de ribera (art. 22) y obligaba a los titulares ribereños a permitir el uso de dicho camino de sirga “a cualquier habitante, a los efectos de la navegación, pesca y de cualquier otra utilización propia de su destino público” (art. 32).
La normativa mereció la censura de la CSJN en el sonado caso “Las Mañanitas S.A.” en donde se declaró la inconstitucionalidad de los citados artículos de dicha ley, pero haber afectado mediante una regulación local los parámetros de la restricción cuyo establecimiento corresponde al Congreso Federal.9
La postura del Alto Cuerpo fue coincidente con la doctrina nacional mayoritaria en asumir estrictamente los márgenes de la restricción: “La finalidad del art. 2693 del Código Civil es taxativa y concreta”.10
Posición por cierto mantenida (y referenciada en el citado fallo) por Marienhoff en cuanto al uso de las márgenes del río “puede ser necesario para otros fines de interés social (construcción de nuevos puertos, astilleros, mercados, paseos públicos, edificios fiscales)”, con la salvedad de la procedencia de la expropiación cuando necesidades de interés público lo justificaran.11