Abstract
El Derecho Administrativo define la actuación del poder ejecutivo y diseña las políticas públicas del país. En la actualidad, la administración tiende al crecimiento y no le gusta ser limitada en su accionar. Frente al panorama de expansión regulatoria y reglamentaria, ¿qué se supone que debe hacer desde la ciencia jurídica quien comulgue con la noción de un estado limitado y acotado? Ofrecer una visión liberal alternativa que circunscriba el ámbito de actuación de la administración y garantice su sometimiento a mecanismos de control. Esta ponencia pretende realizar aportes para ajustar el Derecho Administrativo a tal visión.
Palabras clave
Administración – Derecho – Liberalismo – Políticas Públicas
Introducción
En líneas generales, el Derecho como disciplina está infectado por el virus amplificador del estado. Y como suele suceder, si no se hace nada para revertirlo el virus se expande.
Una de las ramas jurídicas donde lo manifestado resulta palpable es el Derecho Administrativo. Este se encarga nada más y nada menos que del delineamiento en la actuación del poder ejecutivo del estado, el estudio de las entidades autónomas y autárquicas que participan en el derecho público, y el diseño de las políticas públicas tendientes al llamado “bienestar social” (concepto polémico si los hay por su grado de indefinición). En nuestros días, la Administración, sea a nivel nacional o a niveles provinciales, se encuentra en franca expansión y nos da sobradas muestras de que no es de su agrado ser limitada en su accionar. Por ende, quien participe de la ciencia jurídica y comulgue con la visión de un estado acotado a funciones esenciales, tiene que ofrecer una alternativa liberal que permita circunscribir el ámbito de actuación de la Administración y garantice que sea sometida a efectivos mecanismos de control.
Hoy me propongo realizar aportes sobre algunos puntos de los que se ocupa el Derecho Administrativo para favorecer su “liberalización”. Entiéndase por esto: disminuir y atar el proceder de la Administración, y beneficiar los espacios de libertad individual de los administrados.
Principio de juridicidad
El notable constitucionalista argentino Germán Bidart Campos definió al poder del estado como la capacidad que este tiene para cumplir su fin1. Su análisis partía desde un triple enfoque: valorativo, alusivo al fin de justicia o bien común perseguido por el estado; real, explicativo de la capacidad “fáctica” del estado para hacer; y normativo, referente a la traducción en normas de las decisiones y programas del estado para ejercer su poder y cumplir su fin.
La importancia de que el poder estatal se encuentre encausado halla su explicación en aquella tríada analítica: que se persiga la justicia y el efectivo respeto por los derechos de los ciudadanos, evitando la iniquidad; que se posean los medios necesarios y adecuados para lograr el cometido, ahuyentando la inutilidad y el despropósito; y que se haga conforme a derecho, aboliendo la arbitrariedad.
A nivel principios, la respuesta que brinda el Derecho al problema de sujetar y justificar la actuación del estado es el Principio de Juridicidad. El Dr. Julio Rodolfo Comadira explica que este implica “…la exigencia de que todo el accionar de aquel [estado] se someta al ordenamiento jurídico considerado como un todo”2. En el ámbito específico del Derecho Administrativo, el Principio de Juridicidad regidor de la actividad de la Administración se encuentra garantizado en la teoría del acto administrativo. Esta dice que el acto administrativo debe contener: la expresión de voluntad de la Administración en consonancia con las normas que la rigen; una motivación para explicar el porqué de la actuación en tal sentido y justificarse de ese modo ante las pretensiones de los administrados; una adecuación entre medios y fines para conseguir que los resultados se obtengan de manera razonable evitando perjuicios; y una forma que lo exteriorice de manera inequívoca con la meta de ser conocido y comprendido por aquellos sobre los cuales repercutirán los efectos producidos. Contar con una definición clara de los elementos del acto administrativo fomenta la actuación limitada y transparente de la Administración. En similar sentido apuntó el Dr. Oscar Cuadros: “Así, tanto histórica cuanto contemporáneamente, la teoría del acto administrativo ha servido para delimitar el ejercicio de la función administrativa, demarcando fronteras de legalidad a la gestión del poder estatal por parte de la Administración pública”3.
Por lo anteriormente expuesto, el primer aporte hacia la liberalización del Derecho Administrativo tiene que ser el establecimiento de un marco que se congracie con el rule of law, un estado sujetado a la ley, gobernado por leyes, no por caprichos de los gobernantes. Fortaleciendo este marco, que se aplique sin cortapisas el Principio de Juridicidad para toda actuación administrativa, respetando los elementos de la teoría del acto administrativo. En lo valorativo, el poder estatal tiene que limitarse para beneficio de la sociedad y el afianzamiento de la justicia -si no existieran dichas metas, el propio estado no tendría una razón de ser moral. En lo fáctico, el ejercicio de sus funciones tiene que ajustarse a lo prescripto por la ley, de lo contrario se experimentaría la contradicción de una fuente de legalidad consagrando ilegalidades. Y en lo normativo, las reglas deben reforzar la institucionalidad y repudiar la arbitrariedad, para que los individuos gocen de previsión y seguridad jurídica y no queden a merced de los antojos del administrador.
Actividad de policía
La actividad de “policía” que efectúa la Administración se refiere a la ejecución de las normas que reglamentan el ejercicio de los derechos constitucionales4. Según el modelo de estado que haya tenido la Argentina, ha sido la consecuente extensión de esta actividad administrativa.
Así, durante el estado liberal del siglo XIX y primeras dos décadas del siglo XX, caracterizado por el gobierno limitado, la policía administrativa se reducía a seguridad, salubridad y moralidad públicas. En palabras del administrativista Agustín Gordillo: “…el Estado sólo estaba llamado a asegurar la protección de la libertad y la seguridad (…) [y] sólo para el cumplimiento de tales finalidades podría usar su poder coaccionador y ordenador”5. Vale decir, un importante espectro de las acciones humanas no podían ser objeto de regulación y ejecución coactivas por parte de la Administración. Aparecían ciertas reglas básicas, pero no trascendían las fronteras delineadas para el cumplimiento de sus fines públicos.
Con el intervencionismo de la década del 20, el autoritarismo de la década del 30, y la consolidación del peronismo en la década del 40, el modelo estatal liberal cayó (en algún aspecto siendo completamente reemplazado, y en otro obligado a compartir lugar con doctrinas contrapuestas). El giro se terminó de consumar en la segunda mitad de siglo, gracias al auge del estado de bienestar, el cual fomentó el gobierno grande y creciente. La concepción de la actividad de policía lógicamente acompañó el cambio, resultando ilustrativo el caso “Cine Callao” de 1960: el congreso había dictado una ley para asegurar niveles de ocupación a personas dedicadas a actividades artísticas; se le imponía al cine la obligación de agregar espectáculos en vivo; y la Dirección Nacional de Servicio de Empleo intimaba a su cumplimiento bajo apercibimiento de sanción. Frente al recurso de la Sociedad Anónima Cinematográfica, la Corte Suprema de Justicia de la Nación terminó fallando en su contra reconociendo que el estado tenía la potestad de actuar para contrarrestar “graves daños económicos y sociales susceptibles de ser originados por la desocupación (…)”6.
Afianzándose en la década del 90, como un punto medio entre el pequeño estado liberal y el gran estado de bienestar, se propuso y se estableció el estado subsidiario. Según la descripción del doctrinario Juan Carlos Cassagne: “…el Estado conserva ciertas funciones consideradas, en principio, indelegables e irrenunciables (justicia, defensa, seguridad, relaciones exteriores) (…), al par que presta servicios públicos o realiza actividades en caso de insuficiencia de la iniciativa privada o como complemento de ésta (…)”7. El estado no dominaba por completo la economía, pero se permitía participar en ella, y coprotagonizaba junto a los privados la prestación de servicios sociales, educativos y de índole previsional. La policía administrativa no tenía el alto calibre del anterior modelo estatal, pero tampoco retrocedía a los márgenes del modelo liberal.
Y llegamos al siglo XXI, durante el cual en su primera década y entrada la segunda, se erigió el estado populista, que volvió a postular un sector público agigantado, y cuya policía administrativa actuó con ferocidad, interviniendo y amenazando iniciativas privadas, y persiguiendo y censurando opositores al gobierno.
Una vez perdido el estado liberal, no se ha recuperado en más de un siglo, y la negociación entre intervencionismo y no intervencionismo que significó el estado subsidiario duró poco, hasta que nuevamente se impuso el estado grande y regulador. La moraleja que nos deja este recorrido histórico-administrativo: cuando se le abre la puerta de casa al intervencionismo estatal, entra un ventarrón que vuelve sumamente dificultoso el proceso de cerrarla de nuevo, y trae consigo arañas que ahí nomás se acomodan en el interior y empiezan a tejer sus telas. Por lo tanto, la vuelta a la actividad de policía existente al tiempo del estado liberal, no puede producirse llena de concesiones al estatismo. El estado argentino actual tiene veintiún ministerios. La Constitución de 1853 preveía solamente cinco. Deben reducirse los ministerios, y con ellos borrarse múltiples secretarías, subsecretarías, direcciones, y unidades de coordinación. Así la policía administrativa irá perdiendo su función de regulación económica y multiplicadora de burocracia.
Empleo público
El Dr. Alberto M. Sánchez define la estabilidad como “la garantía por la cual los empleados públicos tienen el derecho de permanecer en sus respectivos cargos sin ser apartados de los mismos mientras dure su buena conducta”8. Por su lado, Claudia González Segarra agrega que tal derecho del personal permanente incluye la conservación del nivel escalafonario alcanzado9. Por ende, al hablar de estabilidad en el empleo público nos referimos a las previsiones legislativas y administrativas tendientes a la permanencia en cargo y nivel de los empleados públicos mientras se mantengan las condiciones normales de desempeño.
La doctrina partidaria de la estabilidad centra su posicionamiento en dos argumentos principales. Primero, la posibilidad de desarrollar una carrera administrativa: si el empleado se siente inamovible en la plantilla gracias a la protección legal, puede proyectar a futuro, y tendrá motivación para especializarse y avanzar en puestos y conocimiento con el correr de los años. Segundo, evitar por parte del estado arbitrariedad para rellenar los puestos de trabajo administrativo, y persecuciones políticas contra quienes no comulguen con las ideas del gobierno de turno: la estabilidad impediría así que las administraciones de los sucesivos gobiernos arrasaren con los empleados de antigüedad y persiguieren opositores políticos para ocupar los cargos con nueva gente propia; y que utilizaren el empleo público “como sostén de cuadros partidarios”.
Me corresponde ahora contestar con mis argumentos en contra de la estabilidad. Respecto de la carrera administrativa, la estabilidad puede significar un deseo de promoverla, pero no una necesidad de asegurarla ni una garantía de perfeccionarla. Un deseo es una aspiración, pero nada nos dice acerca de los medios a implementar para su obtención. En este contexto, sostengo que no es apropiado el medio -estabilidad- para conseguir el fin -carrera-. Si la idoneidad es el requisito para el acceso a un cargo público, debería seguir siendo exigido a la hora de evaluar la permanencia. Los años acumulados no necesariamente nos hablan de mejoramiento y superación de un empleado, ya que la experiencia no se mide solamente por el transcurso del tiempo sino por las habilidades demostradamente adquiridas. Es perfectamente posible el caso de un empleado idóneo con ocho años de antigüedad y un empleado incompetente con treinta años de planta permanente. Además, es moneda corriente observar en muchos empleados públicos -no en todos, pero sí en muchos- la falta de capacitación, y peor aún, la falta de motivación para capacitarse, condenando a ciertas dependencias estatales al status de antros de mediocridad. Todo fomentado precisamente por la estabilidad, que es vista por los acomodaticios y perezosos como el aseguramiento de un puesto de trabajo sin necesidad de perfeccionamiento, y el cobro de un sueldo fijo10 ad eternum proveniente del Estado, entendido como aquella entidad que nunca va a desaparecer -al contrario de una empresa sujeta a las contingencias del ámbito privado-. La situación opuesta al personal administrativo se da justamente en el mercado, donde no hay estabilidad sino dinámica, y la gente se juega día a día su patrimonio intentando complacer clientes y conseguir socios. Aquí, los incentivos están puestos en dirección a la especialización, ya que hay tantas promesas de triunfo como riesgos de pérdida, y la opción es mantener el negocio a flote o irse a la quiebra. Quitando la estabilidad del empleo público, se allanaría el camino hacia un régimen donde el empleado seguiría en su lugar mientras durase su nombramiento y mantuviera las condiciones de idoneidad que le dieron el puesto en primera instancia, y no por atadura al supuesto deseo de la Administración de hacer carrera. Quien sabe que no puede caerse, no se anda fijando la manera en que camina; quien sabe que puede caer en un camino que se va complejizando, prioriza su atención en mantener y mejorar sus capacidades para permanecer de pie.
Siguiendo el lineamiento, no hay una necesidad de protección adicional para el empleado público que quiere seguir siendo parte de la Administración, en la medida en que se obligue a esta a respetar el criterio constitucional de ocupación de cargos públicos. El foco no debe ponerse en el otorgamiento al trabajador público de un privilegio que no se encuentra en el sector privado, sino en limitar el accionar de la Administración de tal manera que no pueda cometer arbitrariedades. Por ejemplo: si un empleado de certificado desempeño es despedido sin justa causa e inmediatamente reemplazado por otro inexperto pero del color de la bandera política gobernante, se configura un supuesto de arbitrariedad. Pero si el estado entra en un proceso de ajuste y reducción en la Administración Central que se corresponde con un coherente plexo de políticas fiscales, financieras y económicas del gobierno, no hay arbitrariedad en cesantear empleados inútiles o que no cumplen funciones esenciales, más bien hay un lógico proceder para alcanzar la meta del minimalismo.
Conectados con lo anterior, pasemos al argumento sobre la arbitrariedad y persecución en los nombramientos y las remociones. Los problemas que hallo aquí son que -más allá de la loable intención de proteger a quienes no merecen sufrir ningún tipo de persecución política ni escarnio jurídico-no siempre que se cesantea a un empleado se configura una persecución; y la estabilidad genera una inflación insostenible en la plantilla estatal, que impacta en el gasto público y consecuentemente en la economía nacional. Con el estado grande al cual la estabilidad contribuye, el gobierno entrante encima aduce que necesita nombrar nuevos empleados públicos; dentro de esta categoría selecciona en la mayoría de las ocasiones a “su gente”; y al no poder desmembrarse el cuerpo de empleados ya existente, el efecto que se produce es un considerable aumento en la plantilla a expensas de los agobiados pagadores de impuestos. Además, la estabilidad permite maniobras desconsideradas del gobierno que quiere permanecer en el poder, y trampas del gobierno que sale para con el entrante. Es común que al buscar el gobierno la reelección, aparezcan favores a cambio de militancia que provocan el engrosamiento de las filas del empleo público. También se da que cuando a un gobierno le toca irse del poder, quiere imponerle gente y directrices de su proyecto al gobierno que está por asumir, y a último momento multiplica los nombramientos de empleados públicos, sin reparar en sus habilidades ni en la necesidad de las funciones asignadas, solamente buscando dejar huella para encontrar nuevamente el camino hacia el poder.
Para evitar la sobrepoblación administrativa, no queda otra vía que la de prescindir de empleados en puestos inútiles, y que en los puestos útiles los entrantes ocupen el lugar de los salientes. ¿Se dificulta proyectar una carrera administrativa? Es probable. Pero lo mismo pasa en el mercado cuando una empresa cambia de dueño y quiere traer a su propio personal de confianza, o bien cuando el liderazgo sigue pero proyecta reestructuraciones que implican la salida de ciertos trabajadores. ¿Puede ser que en la Administración el cambio de empleados se produzca con criterio militante? Seguro, y para prevenir estas prácticas es que se sugiere ceñirse al criterio constitucional de idoneidad y poner el foco en el empleador público: que llame a concurso, que evalúe currículums, que tome exámenes.
Al margen de estas consideraciones: si el carácter “público” del empleado es el elemento crucial que se tiene en cuenta para otorgar una estabilidad inexistente en el ámbito privado, estamos en presencia de una discriminación legal otorgante de un privilegio que produce más perjuicio que beneficio, nunca dejando de tener en mente que quien paga las cuentas de la creciente Administración es el ciudadano común. En última instancia, es preferible una Administración saludable y limitada frente a contribuyentes con cargas livianas, que un aparato burocrático coercitivo, devorador y hambriento frente a contribuyentes legalmente expoliados. En la primera alternativa, puede darse una rotación de empleados que estarán unos años en el sector público cobrando del Estado, y otros años en el sector privado generando riqueza. En la segunda alternativa, tendremos a un grupo permanente en el sector público al cual se le irá sumando cada vez más gente no productiva, y un grupo de privados obligados a financiarlos bajo una presión tributaria asfixiante.
Universidades nacionales
La Constitución Nacional determina en su artículo 75 inciso 19 que le corresponde al Congreso garantizar “la autonomía y autarquía de las universidades nacionales”. Agustín Gordillo distingue ambos conceptos: “a) “Autarquía” significa que un ente determinado tiene capacidad para administrarse a sí mismo; b) la “autonomía” agregaría a la característica anterior la capacidad para dictarse sus propias normas, dentro del marco normativo general dado por un ente superior”11. Como del texto constitucional se desprende un sentido acumulativo, es decir, que las universidades nacionales deben ser autónomas y autárquicas, doctrina y jurisprudencia efectúan una clasificación. Por un lado, la universidad nacional es un ente descentralizado que tiene autonomía académica o científica, autonomía institucional u organizacional, y autonomía administrativa. El artículo 29 de la Ley n° 24.521de Educación Superior enumera las atribuciones que conceden tales autonomías, entre las que se encuentran definir los órganos de gobierno (organizacional), desarrollar planes de estudio, de investigación científica y de extensión (académica) y administrar sus bienes y recursos (administrativa). Por otro lado, la universidad goza de autarquía económico-financiera, según explica el Magister en Derecho Administrativo José Luis Miolano, “…para destacar que dichos entes no deben desenvolverse solamente con recursos propios, puesto que, de lo contrario, estaríamos ante una autarcía”12. El artículo 59 de la ley mencionada reconoce a las universidades las facultades de administrar su patrimonio, aprobar su presupuesto y fijar el régimen salarial, entre otras. Pero como dichos entes no viven exclusivamente de la autofinanciación, el estado central es quien siempre está obligado a proveerlos de recursos.
En el fallo de la Corte Suprema “Ministerio de Cultura y Educación c/ Universidad Nacional de Luján” de 1999, se explica que: “…el objetivo de la autonomía es desvincular a la universidad de su dependencia del Poder Ejecutivo, mas no de la potestad regulatoria del Legislativo”. La categorización de la universidad como ente autónomo permite que esta sujete su devenir más a sus criterios administrativos y académicos que a los criterios políticos del gobierno de turno, pero no puede escapar de la legislación de fondo sancionada por el Congreso de la Nación.
Ahora bien, visualizándose como situación óptima a mantenerse el hecho de que las universidades tengan autonomía, ¿cuál sería el aporte a efectuar por parte de un Derecho Administrativo de corte liberal? Nuevamente, considerando que las altas casas de estudio son entes estatales, desarrollar mecanismos que garanticen el ingreso de personal idóneo, y evitar que pululen por las inmediaciones trabajadores que no trabajan. A su vez, la administración interna de la universidad debe terminar con los salarios escandalosos que perciben rectores, vicerrectores y secretarios, mientras la infraestructura general carece de comodidades básicas, las aulas se caen a pedazos, y los centros de investigación no parecen de este siglo. Además, es costumbre que la clase dirigente universitaria sea reacia a ser controlada por fuera de sus propios regímenes. Por ende, aquí vendría bien garantizar republicanismo. Así como en el estado central los poderes son independientes pero funcionan bajo un sistema de pesos y contrapesos que les permite controlarse entre sí con el objeto de evitar concentraciones y acciones que se tornen arbitrarias, las universidades precisan de un control proveniente de otra entidad. Esto no afecta su autonomía ya que las auditorías externas no dirigen, sino que evalúan el desempeño e informan sobre lo constatado. La Ley de Educación Superior establece en el artículo 44 que las evaluaciones externas están “a cargo de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria [CONEAU] o de entidades privadas constituidas con ese fin”, contando en los dos casos “con la participación de pares académicos de reconocida competencia”, y que las “recomendaciones para el mejoramiento institucional que surjan de las evaluaciones tendrán carácter público”. Pero lo descripto en la norma es un funcionamiento evaluativo que ha quedado reducido a un ideal alejado de la realidad, toda vez que en la práctica hay múltiples instituciones que no se encuentran bajo la órbita de los controles. Explica Sonia Araujo, Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación: “En la actualidad, una cuestión problemática es que, si bien se plantea la obligatoriedad de la evaluación institucional cada seis años, en la mayor parte de las instituciones dicha periodicidad no ha sido cumplida, pues no se instaló como una práctica sistemática, cotidiana y necesaria para el fortalecimiento de la gestión de las universidades”13. Muchos se quejan del “estado evaluador” por ser un pilar del neoliberalismo y bajo tal mote rechazan la auditoria; mas el incumplimiento de las disposiciones legales, por negligencia de los evaluadores u obstaculización de los sujetos a evaluar, debería ser tomado de una manera más severa. El control externo no solamente contribuiría a prevenir o bloquear desvaríos y corrupción, también estimularía a las casas de estudio a aumentar su progreso y mantener la buena administración para poder demostrarlo y no descansar en el lecho de la auto-aprobación.
Conclusión
El Derecho Administrativo, en su justa medida, puede contribuir a mantener el orden y la paz en la sociedad. Desbordado, los resultados distan de ser los deseados por administrados de espíritu libre: normativa privilegiando a la Administración, y burocracia en grado sumo.
En la Argentina de hoy, el Derecho Administrativo sufre de borrachera regulatoria, y adolece de mecanismos efectivamente implementados para restringir la superpoblación en los centros cívicos gubernamentales, frenar las arbitrariedades de las autoridades, impedir la expansión indebida de la esfera pública sobre la privada, y garantizar el funcionamiento universitario en total concordancia con los términos de la ley.
Tanto para mejorar la postura del Derecho Administrativo como para mantenerlo sentado en su silla sin que estire las piernas ocupando más lugar, el papel del liberalismo puede ser muy fructífero… si se decide a desempeñarlo. Para ello hace falta más liberalismo, y hacen falta liberales. El liberalismo tiene que ofrecer una propuesta sistemática y sólida de políticas públicas y acciones administrativas tendientes al logro del objetivo reductor. Y los liberales tienen que ganar y ocupar puestos de poder en entes centralizados y descentralizados para llevar adelante lo que la correcta gestión demanda: administrar y ejecutar, en un marco pacífico y respetuoso de los derechos de los administrados. Lo primero existe en cierta medida a nivel thinktanks, pero se requiere en las comisiones y proyectos del Congreso de la Nación. Los segundos están obteniendo mayores espacios en los medios de comunicación, pero se solicita su presencia en las autoridades de aplicación administrativas y en las universidades nacionales.
Mediante el trabajo y la constancia, es posible introducir una visión alternativa. La liberalización del Derecho Administrativo es un masaje que necesita un país malacostumbrado a las contracturas.
Notas
1 Bidart Campos, Germán J.; Grupos de Presión y Factores de Poder, Editorial A. Peña Lillo, Buenos Aires, 1961, p. 14
2 Comadira, Julio Rodolfo; “El juez contencioso administrativo y el principio de juridicidad (legalidad administrativa). Los intereses a proteger”, El Derecho, Nº 13.825, Año LIII, Buenos Aires, 2015
3 Cuadros, Oscar A.; “El acto administrativo como acto jurídico”, Cuestiones de Acto Administrativo, Reglamento y otras fuentes del Derecho Administrativo, Ediciones Especiales, Buenos Aires, 2009, p. 50
4 Para distinguir “policía” de “poder de policía”, consultar: Altamira Gigena, Julio Isidro; Lecciones de Derecho Administrativo, Advocatus, 1° edición, Córdoba, 2005
5 Gordillo, Agustín; Tratado de Derecho Administrativo y obras selectas, Tomo 2, Fundación de Derecho Administrativo, 1° edición, Buenos Aires, 2014
6 Cine Callao, CSJN, 22/06/1960. Consultar en: [www.cpacf.org.ar/files/fallos_historicos/jl_cine-callao.doc]
7 Cassagne, Juan Carlos, Derecho Administrativo, Tomo I, AbeledoPerrot, 6° edición actualizada, Buenos Aires, 1998.
8 Sánchez, Alberto M., “Hacia un nuevo concepto de la estabilidad del empleado público”, Revista Argentina del Régimen de la Administración Pública, N° 361, Buenos Aires, 2011
9 González Segarra, Claudia; “Un giro en la jurisprudencia de la Corte Suprema; alcances del fallo Madorran”, IV Congreso Argentino de Administración Pública, “Construyendo el Estado Nación para el crecimiento y la equidad”
10 El monto puede variar con ascensos en el escalafón. Aquí, la fijeza se refiere al hecho de percibir el sueldo.
11 Gordillo, Agustín; Tratado de Derecho Administrativo y obras selectas, Tomo I, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 2017, XIV-12
12 Miolano, José Luis; “Control judicial de las Universidades Nacionales. Breve (y necesaria) referencia a los principios de autonomía y autarquía de las instituciones universitarias nacionales”, Revista Argentina del Régimen de la Administración Pública, N° 458, 2016, p. 53
13 Araujo, Sonia; “La evaluación y la acreditación universitaria en la Argentina”, Revista de Educación y Derecho, Universitat de Barcelona, N° 15, 2017, p. 3.
Fuente: ActualidadJuridica.com.ar